Llevo más de un año en España. Pasé por Málaga, recalé en Barcelona y en este tiempo comí de todo y en todos lados. Ya lo sabemos: si uno quiere comer barato y a la manera de antaño, hay que entrar en un bar típico español. Hasta acá nada nuevo. La pregunta incómoda es: ¿cuántos de esos bares son realmente españoles?
Descubrí pronto que los sitios donde cierran
tarde, sirven una caña a precio decente y todavía te ponen un plato sencillo,
local y abundante, tienen una particularidad: los regentan chinos.
Los defensores del espíritu catalán dirán: “No,
aún quedan bares auténticos, donde late la Barcelona de siempre”. Y sí,
existen, pero abren poco, cierran temprano, te reciben con desgano y a veces se
aferran al idioma como los Castro a Cuba. Que quede claro: me importa poco que
me hablen en catalán, faltaba más; cuando fui a Japón me hablaron en japonés y
punto. Pero si acá pregunto qué lleva un plato, al menos tengan la delicadeza
de explicarlo en castellano, porque lo hablan —y perfecto— aunque lo escondan
detrás de una muralla lingüística.
La otra cuestión: sus horarios. Funcionan como
funcionarios público. Cierran en fiestas, fines de semana, casi como si
dependieran del ayuntamiento. Está bien, cada ciudad se organiza a su manera,
pero Barcelona hoy es una de las capitales turísticas del planeta. O aceptás la
dinámica, o colgás un cartel como en algunos restaurantes japoneses: “No
aceptamos turistas”.
Como argentino, conozco bien la historia de
inmigrantes italianos y españoles en mi país: trabajaban como mulas, se mataban
a horas. Aquí, en cambio, veo muy poco de eso. Ese papel lo asumió la comunidad
china, al menos en la gastronomía.
Un ejemplo: hoy es la Mercè, la fiesta mayor
de Barcelona. Todo cerrado. Ni una ensalada miserable pude comprar. Solo
quedaron abiertos los chinos y las cadenas de comida rápida. En pleno Eixample.
¿Está bien? La verdad, no lo sé, vivo aquí, me adapto a las costumbres.
Ahora bien, esos bares vestidos con banderas
del Barça, fotos de Messi, estampitas de Gaudí y hasta alguna Sagrada Familia
en miniatura, parecen atendidos por María del Carmen o por Joan. Pero no:
detrás de la barra está un oriental, con un castellano tan seco como el humor
catalán. Y que conste, la cortesía no es patrimonio de ningún pasaporte.
La comida en la península ibérica tiene fama
ganada: ajo, oliva, tomate, jamón, productos de mar y vinos de puta madre. Con
esa base, es difícil fallar. Pero el asunto no es solo el producto: es el alma
del bar, esa chispa que convierte un plato sencillo en ritual.
Hice el experimento: comparar dos bares casi
gemelos, uno de catalanes y otro de chinos. Ambos con el mismo bocadillo: el
“Canario”, con su versión de cerdo.
- El bar catalán: pan de baguette, panceta crujiente, oliva, correcto,
pero sin más.
- El bar chino: pan similar, relleno con pernil casero reposando en
un recipiente improvisado, jugo de cocción en lugar de oliva. El
resultado: un sabor increíble, especiado, suave, justo de sal.
¿Adivinen cuál me gustó más? Sí, el chino. Más
grande, mismo precio y mucho más sabroso.
Uno confía en su tierra y en su tradición, el
otro apela a su instinto milenario y de esa obsesión de agradar al paladar. Dos
filosofías distintas, un mismo resultado: la competencia es real y leal.
Barcelona está llena de inmigración, cierto,
pero también es verdad que mucho terreno lo cedieron los propios locales. Yo
vine en 2014 y no recuerdo bares regentados por extranjeros. Hoy, la postal
cambió. Pero en esa transformación, incluso hay cierta mejora: los bares se han
convertido en refugios gastronómicos, en trincheras donde camareros y cocineros
nos juntamos a reírnos de la vida y de la clientela.
Mi conclusión es sencilla: como dice el
refrán, “si no puedes con tu enemigo, únete a él”. El chino es un
competidor implacable: si gana un euro, ya ganó. No se anda con vueltas.
Y tal vez ahí esté la lección: mirar menos el culo del vecino y más el nuestro.




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