Vista de la Basílica del Pilar, corazón espiritual y visual de Zaragoza.
Fui a visitar a mi hermano a Zaragoza. La mejor idea es ir cuando está a tope de turismo. No, mentira. No es el mejor momento. Pero no me importó: reservamos hotel el 5 de octubre, fecha clave, justo cuando comienzan las celebraciones de la Virgen del Pilar. Llegan turistas desde toda España, e incluso más allá.
Se puede visitar la Basílica del Pilar de forma gratuita —una rareza enorme— y me parece bien, porque mantener semejante patrimonio no debe ser nada barato. Una vez adentro, si levantamos un poco la vista, nos encontramos con algunos frescos de un tal Francisco de Goya (quizás lo hayan escuchado nombrar). También hay dos bombas colgadas en una de las columnas: cayeron durante la Guerra Civil Española y nunca explotaron.
Y, por supuesto, está la imagen de la Virgen del Pilar. Si esperan una virgen de treinta metros, imponente, rodeada de parafernalia… no, no va a pasar. Es muy pequeña, no supera los cincuenta centímetros.
Y eso es todo lo que puedo contarles —no soy historiador ni guía de turismo—, pero como turista lo digo: hay que visitarla. Es hermosa.
Interior de la Basílica del Pilar, con frescos de Francisco de Goya y un aire de devoción tangible.
🍽️ El Tubo, epicentro del hambre y el ruido
A mí lo que me interesa son los vinos y la comida, así que voy a contarles mi experiencia.
El Tubo de Zaragoza se encuentra en el casco antiguo, entre la Plaza de España y la Calle Alfonso I, a pasos de la Basílica del Pilar. Es un entramado de callejuelas estrechas, algunas con más de 500 años de historia. Su nombre viene de la forma de tubo que generan las calles al ser tan angostas y alargadas. Es el epicentro del tapeo zaragozano, comparable al Barrio de Santa Cruz en Sevilla o al Born en Barcelona, pero con un carácter muy propio: más auténtico, más “de siempre”.
Por la fecha, obviamente, explotaba de gente. Caímos un domingo con hambre. ¿Lugar para comer? Jajaja… había que esperar. Como siempre digo: “El que sabe esperar, sabe comer.” Cientos de turistas queriendo hacer lo mismo.
Elegimos un sitio muy tradicional: Taberna Doña Casta, con su Solete Repsol. El lugar es famoso por sus croquetas y huevos rotos, y por ellos fuimos. Caminamos desde el hotel, frente a la basílica, unos seiscientos metros por calles vacías; zigzagueando llegamos al Tubo. Un mundo de gente: parecía que todo Zaragoza estaba ahí.
El Tubo: el corazón del tapeo zaragozano, donde el ruido se convierte en parte del sabor.
🍳 Ritual de barra y oficio
No fui muy original ni con el barrio ni con el bar, pero ahí había que comer. Porfiado como soy, entré. El local es chico, con mucha madera, botellas de vino barato como decoración y una vitrina llena de croquetas sin cocinar, de distintos sabores. El lugar escondía un subsuelo que no llegué a conocer.
Muy despacio, pidiendo permiso con tono de turista, llegué a la barra. Tres mozos de barra me esperaban con oficio curtido. Entre gritos logré comunicar que quería unas croquetas de tal sabor y unos huevos rotos con papas y chistorra. Tranqui. Ah, también pedí dos cañas para bajar todo.
Cada restaurante tiene su sistema interno de comanda. Algunos se entienden a la primera, pero acá parecía haber un código estilo Gestapo. Lapicera, papelito y un jeroglífico. Ese papelito viajaba: primero a la caja, donde una señora marcaba números en una computadora y con voz firme me dijo:
—Dieciséis con cincuenta.
Claramente, en euros. Pago, y el papel sigue su curso hacia la cocina, minúscula, manejada por tres mujeres que parecían entender todo lo que ahí se decía.
Taberna Doña Casta: barra pequeña, oficio grande.
🔥 Caos ordenado
Hago un paréntesis, porque quiero destacar cada detalle. Tengo una mirada gastronómica, y los detalles muchas veces no puedo dejarlos pasar, aunque de corazón a veces quiera hacerlo. Mi mirada estaba fija en ese papelito como un cóndor andino a un corderito.
El pequeño papel llega a las manos de quien parecía manejar la cocina. Era un caos. Pero un caos funcional, casi poético. No era yo el único hambriento, y mi cerebro se preguntaba: ¿Me llegará lo que pedí?
Miraba esa cocina, no por mi pedido, sino por cómo se manejaban ahí adentro: solo comparable con una fábrica de teléfonos Xiaomi. Organizado. A su manera. Una cocina diminuta, pero mágica: las comandas salían, y esas mujeres eran mis ídolas.
Más relajado, noté que todo lo que salía tenía dueño, aunque nadie sabía exactamente cuál. Las camareras, con oficio y voz de Luciano Pavarotti, gritaban:
—¡Croqueta de tal, cual, esto y aquello!
Y algún despabilado respondía:
—¡Mío!
🍳 Huevos, croquetas y verdad
En un momento, el universo conspiró a mi favor: llegaron los huevos rotos. Impecables. En tiempo y forma. Comencé a degustarlos... mentira: los devoré con hambre. Estaban buenísimos. Ahora, siendo crítico, eran solo eso: huevos, papas y chistorra. Pero el entorno, el ruido, los años del lugar los enaltecía.
Dos cañas más tarde, llegaron las croquetas. Y pasó lo que pasa cuando un sitio está al límite: llegó cualquier cosa. La camarera, muy segura, describe el plato. La miro. Ella entiende.
—¿Este no es tu pedido, cierto?
—No pasa nada, dejalo.
🍷 Ruido, oficio y encanto
El lugar en estas fechas es inimputable. Lleno. Gente eufórica. El alcohol se hacía notar. Y, de alguna manera, eso es lo que busco.
Busco producto, cocina auténtica, historias reales. Que se puedan contar con gente real. No que todo salga perfecto al estilo Michelin —que también disfruto—, sino esas noches con ruido, equivocaciones, comida de verdad, tal vez con gusto a fritura fuerte, platos comprados en el chino y vasos de vidrio grueso. Eso también es hermoso. Tiene encanto.
La experiencia fue como tenía que ser: agradable, en un lugar legendario, haciendo alarde de su simpleza. Volvería, porque se lo merece.
No es fácil ser profeta en su tierra, pero esta capilla gastronómica merece una plegaria.
Brindo por esta clase de lugares.
El Sommelier Silencioso
Leo Saracho
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