El Asado

El Asado Pensar en un asado es pensar en recuerdos. No son solo cortes de carne ni brasas encendidas, sino momentos. Instantes que se guardan en la memoria como fotos que nunca se imprimieron pero que siguen vivas. Todo arranca con un mensaje corto, casi una contraseña secreta: “¿Sale asadito?” o “¿Se prende el fuego hoy?”. Y entonces, como si se tratara de un ejército bien entrenado, las tareas se reparten sin discusiones. El Gordo anuncia que él compra la carne; el Flaco, que trae el vino y la soda; Carlitos promete la picada. Nadie pone peros. Claro, siempre hay detalles: el encargado de las bebidas se olvida el hielo y tiene que salir corriendo, o el que debía traer el carbón llega cuando las brasas ya deberían estar encendidas. Pero todo se resuelve con la precisión de un operativo espacial: es la NASA pero con olor a humo. El que compra la carne sabe que no puede fallar. Es el verdadero equilibrista del grupo: tiene que contentar a todos. ¿Tira de asado ancha o banderita? ¿Vacío entero o solo la parte fina? ¿Un poco de cerdo? ¿Un pollito para los más ligeros? Nadie discute los choris ni las morcillas: son ley. La salchicha parrillera, la provoleta y, si hay suerte, unas mollejas (de garganta, nunca de corazón) entran como invitados especiales. Ahí aparece el personaje más sabio de la historia: el carnicero. Ese oráculo de barrio, mezcla de médico, psicólogo y confesor. Es capaz de leer la parrilla futura en cada corte. “¿Cuántos son?”, pregunta con media sonrisa. El cliente dice un número, y enseguida corrige: “Poné un poco más, seguro se suma alguno”. El carnicero no duda: “Te agrego estas entrañas, están espectaculares… pero no lo comentes, es secreto de buenos clientes”. Ese guiño es un pacto. Y a veces, sí, el carnicero es más importante que el cardiólogo: la vida puede esperar, pero un mal asado queda en el prontuario de todos. El fuego abre otra disputa: ¿carbón o leña? Los del carbón hablan de calor parejo; los de la leña defienden el ahumado como si fuera un linaje ancestral. Nadie cambia de bando. El debate es parte del rito. Cuando la llama prende, el aperitivo llega a la mesa como bandera. Vermú con soda, fresco y glorioso, que abre el apetito y la charla. Se corta el salame —siempre fino, al bies, con cuchillo afilado; nada de serruchos, que eso es pecado— y el grupo empieza a tomar forma. Las achuras dan la primera satisfacción. Siempre está el ansioso que pide el chori “más quemadito”, convencido de que la crocancia oscura es un arte culinario. En realidad, lo que busca es ese instante glorioso en el que alguien le saca una foto para subir a Instagram con el hashtag #ParrillaPower. Y, mientras tanto, aparecen los críticos improvisados: “Muy buenos los choris, estos son caseros caseros”. El parrillero, entretanto, gobierna la parrilla como un rey sabio. Es intocable. Nadie se atreve a dar órdenes más que en broma, porque todos saben que su autoridad se mide en brasas pasadas. Su asistente, el lugarteniente fiel, cumple un papel silencioso: mantener la copa llena y cebar la conversación al ritmo del fuego. La mesa espera. Ensalada mixta, ensalada rusa, tomates frescos. Y ese espacio vacío en el centro, reservado para la pequeña parrillita de mesa: esa caja de metal con brasas al rojo que es altar y escenario de lo que vendrá. La primera tanda amansa las fieras: morcillas suaves, provoletas doradas, salchichas chisporroteantes, algo de cerdo. El pan vuela de mano en mano y nacen mini choripanes que parecen inventados por un dios generoso. Y entonces llega el momento que todos esperan. El Vacío. Lo trae el maestro como un mago saca su as de la manga. Lo apoya en la tabla, toma el cuchillo filoso, y lo abre con solemnidad. El jugo marrón se escurre y los panes se lanzan como náufragos al rescate. Es un milagro sencillo, pero milagro al fin. La Entraña, casi vuelta y vuelta, suspira orgullosa al costado. El pollo, pintado con limón, manteca y romero, llega más tarde, humilde pero irresistible, como esos personajes secundarios que terminan robándose la película. La sobremesa afloja los cuerpos y enciende las voces. Se discute de política, de fútbol, de chismes de la cuadra. Se lavan platos entre risas, aparece algún helado improvisado, y cuando parece que todo se termina, quedan esos tres o cuatro resistentes y como si se tratara de la misma caja de pandora, alguien la destapa y saca un whisky “para entendidos”, y la noche se estira lo que duren esos vasos. El asado es eso: excusa y encuentro. Es conocer gente, afianzar amistades, cerrar negocios, planear la semana. Es reírse del día y patear el estrés. Porque el que sabe esperar, sabe comer. Y pocas cosas en el mundo saben tan bien como un buen asado compartido.

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